Adriana Büchele, cayakista: Expedición por el arroyo Las Garzas
Quizá esta obsesión por mirar mapas y tratar de buscar un lugar donde tirar el bote y llegar o recorrer lugares vistos desde otra mirada haya nacido a partir de esos libros de aventuras leídos en la niñez, sacados de la biblioteca del Club Atlético City Bell, cuando esperaba que abriera por la tarde de verano en vacaciones y que hoy pueden ser realidad buscando una huella sobre mapas digitales. Quizá esa búsqueda de adrenalina y el arriesgarse a que ese recorrido sea un fracaso o un rotundo éxito sea la pizca que me hace sentir viva…. La verdad es que no sé, pero disfruto con pasión estas pequeñas aventuras que, muchas veces, sacan el cansancio y provocan la sonrisa de las amigas que me acompañan incondicionalmente.
Llegamos con los autos, y los botes arriba, al camino de ruta provincial 40 con una verdadera polvareda, un puente largo y otro puente de vías a su lado y un ir y venir de camiones trasladando la cosecha. Una voz de una de mis compañeras:
—Adri, ¿cómo sabías que acá había agua?
Una sonrisa nerviosa de mi parte y un poco incómoda, disimulando también mi sorpresa. Esta vez iba con un tramo a ciegas, sin reconocimiento previo por tierra, eso daba una cuota de adrenalina un poco exigente para la época del año, con escasas horas de luz y agua fría.
A la hora de tirar los botes, no había ni un sendero… nada, absolutamente nada, solo árboles, pasto, cardos y abrojos que se pegaban a nosotras queriendo acompañarnos. Un terraplén alto donde deslizar los botes y dejarlos caer al primer acarreo. Luego cruzar uno de los puentes por debajo con botes vacíos y esquivando plantas y yuyos para luego volver y trasladar el mínimo equipo hasta la orilla, algunos salvavidas tirados desde la ruta hasta debajo del puente y el resto en bolsas de desembarco.
A solo 50 metros, se veía el primer alambrado que cruzaba. El agua fría, verdosa, con poca profundidad. Esto se fue agravando a medida que pasaron las horas…. Sí, las horas… El suelo es de tosca con piedras, una combinación no apta para arriesgar el casco de los botes. A nuestro paso se abría un pequeño terraplén con acacias otoñales, cardos y abrojos y muchos arbustos poco amigables con espinas gruesas. Las capas de tierra más bien claras con pinceladas de salitre y en el agua asomaban furiosas puntas de piedras y tosca con forma de caparazón de tortugas. El agua corría de vez en cuando y se volvía a estancar cuando esta cordillera de piedras asomaba.
Y a esto le sumamos los aproximadamente 8, 9… alambrados, algunos con boyeros, otros de varios pisos e hilos protegiendo como una muralla el ganado de cada estancia
vacas y caballos (muy pocos esta vez), como así también pocas aves. El silencio absoluto, solo el cotorreo de 4 amigas tirando de sus botes, riendo e imaginándonos durmiendo abrazadas a algún cadáver de animal tirado en la costa. Las horas pasaban, pero pronto el puente de la ruta 205 apareció y, con él, la profundidad.
Más adelante, el puente Las Garzas y, en ese instante en donde el sol otoñal comienza a guardarse, las aves con todo su esplendor nos despiden delante de nuestros botes, entre los pajonales que forman los pequeños bañados, como cerrando la puerta de este arroyo.
ás adelante, el puente Las Garzas y, en ese instante en donde el sol otoñal comienza a guardarse, las aves con todo su esplendor nos despiden delante de nuestros botes, entre los pajonales que forman los pequeños bañados, como cerrando la puerta de este arroyo, despedida majestuosa que nos regala la naturaleza, llevándonos lentamente hacia la tribuna que nos recibe, los biguás en sus posiciones, para anunciarnos que el día de aventura ha terminado.
Nuestro incondicional rescate está en la costa esperándonos con el vehículo. Mis padres y mi hijo señalan el lugar correcto donde sacar los botes y. allí, en un abrir y cerrar de ojos, la noche cae sobre la laguna de Lobos.
Editada en la revista de Editorial Luna de Marzo.