Gracias a un amigo de la infancia y la distancia, ya que vive en Bariloche, puedo ofrecerle una hermosa leyenda cordillerana.
Egardo Lanfre, reconocido poeta, cantor, periodista y, por sobre todas las cosas, un verdadero cultivador de las costumbres de la región. Reconocido en la Provincia de Río Negro, en lo nacional e internacional, es un verdadero ejemplo de aquellas personas que con la simpleza y lo profunda convicción del terruño donde se crio, supo cultivar el verdadero halago de decir las cosas con simpleza y una profunda seriedad en el alma.
“Quien regala una flor de Amancay, regala amor”. Por la zona cordillerana se dice que esta es la flor del amor. Según una de las leyendas en torno a su nacimiento, Amancay era una hermosa muchacha, enamorada de Quintral, hijo de un lonko. Un día hubo una epidemia en la tribu y Quintral enfermó. Desesperada, la jovencita consultó a una machi, quien le dijo que la sanación de Quintral solo sería posible si tomaba una infusión de una flor que crece en una montaña llamada Ten ten mauiza, (hoy Tronador). Al llegar a la cima y tomar la flor, la joven vio abalanzarse sobre ella la sombra de un inmenso manke, que le dijo que esa flor no debía ser cortada. Amancay explicó los motivos por los que se hallaba allí. El ave le ofreció a cambio de la sanación de Quintral, llevarse su corazón, lo que ella aceptó. El manke se alejó llevando el corazón en sus garras. Donde caían las gotas de sangre crecían unas flores doradas con manchas rojas en su interior, las que se esparcieron por todas las montañas de la zona. Finalmente el joven Quintral sanó y quedó por siempre en su recuerdo Amancay, aquella niña que ofrendó su vida por amor. En todo esto pensaba Valeria, tendida sobre una piedra en lo alto de la montaña, contemplando un manke que la sobrevolaba. Estaba tan cerca que hasta pudo sentir el viento jugando entre las plumas de las alas del ave. Lo vio majestuoso, recortado contra el cielo que ese día de enero lucía más azul que de costumbre. “A mí no me va a pasar como a Amancay” pensó, mientras se incorporaba viendo cómo se alejaba el manke, bebiéndose la distancia en busca del infinito. Valeria se sentó en la piedra en la que se hallaba, allá abajo se veía el refugio del Chalhuaco y el bosque que se derrama por la falda de la montaña. Trepó unos metros más y llegó a la cima. La majestuosidad del paisaje la mantuvo cautivada por un tiempo que no supo precisar. Era un banquete puesto para ella, como única invitada. Un inmenso manchón de nieve lloraba, dando vida a un arroyo que desciende entre las piedras rumbo al valle. Por esa paz había subido a la montaña. Miraban sus ojos, y el alma contemplaba. “La vida es como esta montaña, hay que subirla, a veces transitando entre sombras, donde el monte no deja ver, esquivar obstáculos, luego salir a la luz e ir ascendiendo para hacer cumbre y sentir el placer de la meta alcanzada”. Asintió en silencio, satisfecha por ese pensamiento. Estaba en paz y decidió emprender el regreso. Miró hacia la piedra desde donde observó al manke, pero ya no estaba. Descendió de la montaña. Por momentos la picada serpenteaba entre un manto espeso de flores de amancay. Un coro de aves cantaba apenas, como con miedo de despertar todo ese bosque que parecía dormido. Valeria detuvo su marcha y se quedó con los ojos cerrados, sintiendo aquello. Por un instante se elevó de su cuerpo y se vio formando parte de todo, en paz, feliz. “¿Por qué será que las leyendas tienen esa cosa del amor trágico? Es como si los protagonistas no se merecieran un final feliz”, pensó. Ese día allí en la montaña la había ayudado a entender su lugar en el universo, su circunstancia. Estaba dispuesta a afrontar lo que la vida le deparara. Esa noche, en su casa, recibió un correo: los análisis para la donación del riñón para el hombre al que amaba, por el que estaba dispuesta a darlo todo, decían que era compatible, que se podía realizar el trasplante. Pensó en el manke, en las flores y en la leyenda. “A mí no me va a pasar como a Amancay”.