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HISTORIAS DE UN CONFLICTO QUE NOS TOÇO DESDE DIFERENTES ARISTAS HUMANAS.

Caludio Masón Castiñeira educador, investigador y escritor, a quien tuvimos el orgullo de presentar en la Biblioteca Sarmiento , donde nos trajo su libro HISTORIAS EDUCATIVAS, en donde desgrana distintas vicisitudes de la vida en el aul.
Castieñeiras, se llevó el maravilloso intercambio que se dio con Cristina Manenti, dentro del ámbito de dicha presentación, incluso llevándose una pequeña glosa para  se agregado a la próxima edición.
EN ESTE DIA TAN ESPECIAL COMPARTO EL PRIMER RELATO DEL LIBRO Historias Educativas Las fotos son algunas huellas de este cuento.
MALVINAS SIEMPRE FUERON SON Y SERÁN ARGENTINAS.
ESQUIRLAS DE LA GUERRA DE MALVINAS
En la historia de la República Argentina hubo diecinueve guerras y movilizaciones bélicas desde 1810 hasta la actualidad. El conflicto bélico más presente en nuestra memoria es la guerra de Malvinas, que comenzó el 2 de Abril de 1982 y culminó en el escenario bélico el 10 de Junio de ese año.
Poco se sabe sobre la participación de civiles en la guerra porque aquellos fueron tiempos de silencio impuesto y terminado el conflicto, ya en democracia, esos y otros silencios fueron solitariamente guardados durante muchos años.
Durante esa guerra estuvo involucrado el barco pesquero Narwal, una de las naves civiles que participó del enfrentamiento y fue hundida. El 21 de abril fue obligado a zarpar con soldados argentinos y los civiles indispensables para la navegación del barco. Las fuerzas armadas argentinas lo convirtieron en un buque espía y lo posicionaron en las proximidades de la llamada Zona de Exclusión, un espacio marítimo alrededor de las Islas Malvinas, Sandwich del Sur y Georgias del Sur, donde los ingleses prohibían navegar.
Uno de esos “civiles indispensables” para que el barco zarpara fue el contramaestre Omar Rupp, que estaba casado con Gladys Susana Sánchez. El 9 de abril Rupp se había enterado por teléfono del nacimiento de su hijo, entonces antes de zarpar le pidió a su capitán bajar un ratito del pesquero, y luego de comunicarse con Susana subió al barco, pensando en todo momento en el recién nacido, Darío Omar.
El 9 de mayo el Narwal, sin armas y en tareas de inteligencia, mientras se encontraba navegando en Latitud 52º 45′ S y Longitud 58º 02′ O, fue atacado por dos aviones Sea Harrier británicos. El ataque comenzó a las 8:45, a las 11:00 vino el segundo ataque, y un misil, o una bomba, reventó dos camarotes. En el trayecto rompió unas cuantas mesas del comedor y a Omar Rupp le sacó la pierna izquierda completa y la derecha por la mitad.
Entre el humo y los gritos de dolor, Omar, abrazado a su triciclo, dijo:
—Capi, no voy a ver a mi hijo.
Al día siguiente, cuando los sobrevivientes del hundimiento del pesquero Narwal estaban en el portaaviones Invencible en calidad de prisioneros, se alistaron para hacerle los funerales de honor al contramaestre Omar Rupp. Su cuerpo fue arrojado al mar, donde yacía el pesquero Narwal.
A los que volvieron los llamaron “loquitos de la guerra” y algunos también fueron condecorados. A Omar Rupp se le otorgó, postmortem, la condecoración “La Nación Argentina al Muerto en Combate”.
Para Gladys Susana Sánchez la alegría por el nacimiento del 9 de abril se vio hundida por el luto del 9 de mayo, y en esos oscuros días de dolor ella fue martirizada con silencio y ocultamiento porque la Armada no quería reconocer que había involucrado en la guerra a una embarcación civil. Entre otras consecuencias de esa negación, la tramposa burocracia le impedía el reconocimiento de la pensión como viuda de un veterano de guerra. Sumado a todo eso, tras el cierre de la empresa Barrita de Oro, fue dejada sin trabajo sin ninguna indemnización.
Susana, en gran parte, se había hundido con el Narwal y sobrevivía, desde la muerte de Omar, por el inmenso amor de sus padres y la presencia de su hijo Darío.
Yo me encontré con esa mujer y la tragedia en 1997, quince años después, cuando ella y Darío, ambos sobrevivientes de la guerra, llegaron a mi consultorio para ver qué se podía hacer para mejorar la conducta del hijo del contramaestre. Estábamos justo en el momento en que la adolescencia es la sala de teatro donde casi todas las fisuras personales pasan a formar parte de la escena central de nuestra vida.
Según el informe-prontuario que traía la madre, “el sujeto” era portador de las siete plagas de Egipto. Los relatos hacían referencia a la vivencia de determinados hechos contados con detalles propios de un noticiero policial; en la obra de teatro de la vida de Darío, su cartelera central estaba ocupada por numerosos infiernos vivenciales que les hacían la existencia muy difícil a todas y a todos, en el club, en la escuela y en el barrio.
En las entrevistas escolares, luego de detalladas descripciones conductuales y miradas severísimas sobre “el estudiante”, se leía lo sucedido con el padre sin nombrar ni describir los hechos y, aunque se reconocía su gravedad, nunca vi la palabra “tragedia”. También se explicaba que el adolescente no se podía contener y que las instituciones no podían dejar pasar las cosas como si nada.
Siempre, y en aumento, se enunciaban numerosos trastornos de conducta, acompañados de alguna virtud, creo yo para dejar aclarado que el joven también era un ser humano. Para las escuelas, Darío, su madre y sus abuelos eran los responsables de que no mejorara su conducta, todos en calidad de coautores agravados por el vínculo.
En los informes nunca pude ver que se comprendiera a su familia, que no podían reflotar el barco de la vida familiar y que Susana también se encontraba hundida en aquel océano frío, oscuro y lejano.
El hijo del contramaestre, héroe de Malvinas muerto en combate, nunca fue el niño y menos el adolescente que describían los informes-prontuarios escolares, la mamá de ese niño nunca fue la mujer descrita en esos detallados catálogos de infortunios y los abuelos, que eran muy importantes para Darío, eran mencionados solo como estorbos.
Casi todas las veces que el sistema educativo se contactó con esa familia fue únicamente por situaciones conflictivas, y nunca nadie se comprometió a dar tiempo y lugar para sellar las enormes grietas que habían abierto las bombas de los Sea Harrier cuando hundieron el Narwal.
En la carpeta que me trajo Susana el primer día leí que “el sujeto nunca terminaba el primer trimestre dentro de la escuela por sus faltas y sus inconductas”. Me apenó que no se reparase en el hecho de quela mayoría de las dificultades se sucedían entre abril y mayo.
Los informes profesionales solo mencionaban que “el sujeto” no podía hacerlo que era esperable para su edad. Nunca ponían énfasis en describir la situación de su vida y en detallar todo lo que había logrado para después escribir lo que faltaba construir para que esa persona fuera feliz.
Al terminar de ver el informe, preferí dejarlo en el suelo, y cuando levanté la vista la miré a Susana y Darío gritó:
—¡No me importa lo que vas a decir! No creo en los psicólogos y no estoy loco, me tratan como a un loco y, ¿sabés qué?, yo ya les saqué la ficha a todos.
Y siguió:
—No estoy loco, no me importa venir, vengo porque me lo pidió ella y Raúl—se refería a su abuelo, el único a quien le puso nombre y nombró sin gritar.
Le dije que estaba de acuerdo con todo lo que estaba diciendo y que si él me ayudaba cumpliríamos con el pedido de Raúl.
No sabía por dónde empezar. Cada día de encuentro era una escena de cura y reparación, transformando el consultorio en una sala de operaciones de urgencia y alta complejidad.
Podría contar tantas cosas, tantas tragedias barrocas sucedidas en el consultorio… era tan evidente que las piernas que le cortaron a Omar Rupp le impedían caminar a Darío, y era necesario cerrar tantas fisuras en el bombardeado barco que era su vida.
Las bombas, que habían dejado sin piernas y sin vida a Omar Rupp, el contramaestre héroe de Malvinas, habían producido heridas en cada uno de los miembros de la familia de Darío.
Era muy claro que el único hundido no era el Narwal. Nadie sabía por dónde empezar a curar las heridas, menos aún una madre con tantas adversidades, una familia que no había podido hacer ningún duelo y, muchísimo menos, un joven de 15 años que todavía esperaba su triciclo.
Junto a la mamá –una débil, incansable y enorme luchadora– y a los abuelos, que eran un buen puerto donde amarrarse en las tempestades, Darío fue dando pequeños grandes pasos, sanando algunas heridas y sobre todo empezando a salir a flote, lo que le permitió buscar otros destinos, muy diferentes a los preanunciados en los informes-prontuarios escolares.
Cuando Darío iba a cumplir 18años había acumulado muchas deudas con los buitres de la carroña y con la policía. El sistema estaba esperando esa orilla cronológica para dejar encerrado el problema, buscaban que ese “loquito de la guerra” quedara hundido en una celda para que dejara de ser una molestia. Con decisiones oportunas, la vida del hijo del contramaestre siguió por otros caminos, y junto a otras situaciones Darío pudo sobrevivir a las esquirlas de una guerra que en su vida no terminó el 10 de Junio de 1982.
Cuando yo tenía más canas que años, la vida me regaló la oportunidad que Darío y su familia me visitaran y pude encontrarme con las cicatrices de esas viejas heridas que tan hondamente habían privado a Darío no solo de un triciclo sino de tanta vida necesaria, de tanta vida esperable, querible y deseable.
Recordé los informes-prontuarios escolares y pensé que es una lástima que tantas veces el sistema educativo no pueda, no quiera o no sepa cómo hacer para que los estudiantes logren reparar sus fracturas mientras acontece el tiempo escolar.
En su sonrisa tan amplia pude ver el valor y la solidaridad de su padre y el coraje de su madre (una “héroa” de Malvinas), y se me vinieron a la memoria los adjetivos positivos que el abuelo Raúl tenía sobre Darío, y también las palabras de su abuela, que decía siempre que su nieto era igual a su hijo, el contramaestre Omar Rupp, Héroe Nacional muerto en combate.
En esa ocasión, junto a otras gotas de amor, conocí a sus hijos, que habían continuado con la cura y la reparación para que el barco de la vida del hijo del contramaestre pudiera salir a flote y realizar nuevos viajes; también en algunos momentos, como recordando los enormes daños de la guerra de Malvinas, las heridas volvían a hacerse presentes.
Cuando lo vi irse de casa, despedí con un fuerte abrazo al Darío Omar hijo del contramaestre muerto en combate. Había dejado de ser “un loco de la guerra” para transformarse en sobreviviente de su vida y de su historia.